TEXTO , O TALLER: productividad que no se detiene



Más que como un conjunto de personas con una finalidad común escribir, un grupo de taller de escritura puede ser entendido como un operador múltiple de textos.

Operar textos implica recorrer casi todas las preposiciones (operar bajo texto; con, contra texto; de, desde, en texto; hacia y para texto; por texto, etc.) y algunos verbos monstruosos (haber texto, hacer texto, ser texto).

Aceptada la inaceptable serie de metáforas, acéptese también que un grupo de taller funciona como un texto: cada elemento significante; cada parte, referida al todo; y el todo, produciéndose detallada y continuamente.

Texto, o taller: actividad que no se detiene.

Así, un taller bien entendido (aunque el malentendido también es una figura retórica) fluye como las palabras, se ordena como un discurso, se soluciona (es decir, cristaliza como la dilución) como la escritura.




Mario Tobelem















OTRA MANERA DE MIRAR




Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez

que vi los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad

secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente.

Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las

Finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan

Con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse

De ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobretodo,

Me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces

Me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los

Nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente,

De otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía,

inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos aúreos, esa entrada al mundo

Infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con

El dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción.

Los ojos de oro seguían ardiendo con dulce, terrible luz; seguían mirándome

Desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl.

Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos

Antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la

Distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los

Axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que

No me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… pero una lagartija

También tiene manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza

De los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro.

Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.


“Axolotl” en Final del Juego, Julio Cortázar





UNA POLILLA AL BORDE DEL LÁPIZ




Y no es que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia fuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario de la esquina.

“Manual de instrucciones” en Historias de cronopios y famas, Julio Cortázar













"EL PINTOR ATACA…


                                          ...rasgando el discurso de la
imagen, abriéndolo a las potencialidades de su
mutación, es decir, a su posible infinitud"



Un día en la vida del pintor viajero, César Aira
 

EL HUMOR ABSURDO



Según la versión corriente, absurdo es lo inconcebible, lo que se opone a la razón. Se trata de una aproximación correcta, pero incompleta: los periódicos se encargan incesantemente de demostrar que, aunque contrario a la razón, el absurdo suele ser una de sus consecuencias, que su concepción es posible y hasta inevitable. Esta es sólo una de las paradojas que entretienen y alivian el tránsito por el territorio hostil del sinsentido: el absurdo es enemigo de la razón, pero es al mismo tiempo su hijo y su esclavo: sólo hemos llegado a enfrentarnos con él tras practicar durante un par de siglos un racionalismo exaltado e ingenuo, y la percepción cabal de este enfrentamiento constituye, ante todo, un ejercicio de lucidez.

El humorismo absurdo no actúa sólo como corrosivo; es, al mismo tiempo, un protector de la razón contra las andanadas del sinsentido. Lo absurdo es una irreverencia del cosmos a nuestras convenciones (que son, con frecuencia, nuestras ilusiones); es lo irrazonable, lo arbitrario, un engendro capaz de irritar la cordura mejor asentada. Al trasladar esa arbitrariedad a un nivel racional, el humorismo la vuelve intelectualmente accesible: la obliga a aceptar nuestras leyes de juego. Es una batalla sutil: en un primer momento el humorismo parece aliado a nuestro enemigo: como él, menoscaba nuestra lógica, nuestra sensatez y nuestro palabrerío. Pero es sólo para foguearlos en la duda, para agregarles la fuerza de la verdad. Se trata, en realidad, de una vacunación; el absurdo humorístico lanza a la acción todas nuestras defensas mentales y conjura una lógica más aguda, una sensatez verdadera, capaces de percibir la coherencia sutil del disparate y la milagrosa poesía de lo insensato […]

Dada la esencia humorística de lo absurdo, al humorista le basta representar o postular el sinsentido para lograr su fin. Emplea dos métodos principales. Uno —practicado con Lewis Carroll, por Kafka, por Arreola, por los dramaturgos del absurdo— consiste en la representación metafórica del caos, en la postulación de un universo regido por el desorden. El otro método ha dado origen a la bellísima literatura del nonsense: se limita a la enunciación desapasionada del disparate, una versión doméstica del absurdo frecuentemente identificada con la poesía. Resultado de esta técnica son los limericks del precursor Lear, parte de la obra carrolliana, los delirios del surrealismo, ciertas hermosas canciones infantiles. Esta variante se diferencia de la primera en que puede no obedecer a un acto de la voluntad. El proceso o Alicia obedecen a una operación intelectual.



El humor absurdo, Eduardo Stilman, 1967

Ernst Gombrich




















EL GRAN DESPERTAR




Una vez quebrantada la antigua creencia de que todo lo 
que pertenecía a la realidad debía ser mostrado, y el artista 
empezó a confiar en lo que veía, tuvo lugar un verdadero
terremoto. Los pintores realizaron el mayor descubrimiento
 de todos: el del escorzo. Fue un momento tremendo en la

historia del arte aquel en que, tal vez un poco antes del 500 a. c.,

los artistas se aventuraron por primera vez en toda la historia a
pintar un pie visto de frente. En los millares de obras egipcias 
y asirias que han llegado hasta nosotros nunca ocurrió nada 
semejante. Un vaso griego muestra con cuánto orgullo fue acogido
 este  descubrimiento.  Vemos en él a un guerrero ajustándose 
su armadura para el combate: sus padres, que, uno a cada lado, le 
ayudan y probablemente le dan buenos consejos, aún están representados 
en rígido perfil. En el centro, la cabeza del joven también aparece de
perfil, y observamos que el pintor no encontró demasiado
fácil encajar esta cabeza en el cuerpo, que está visto de
frente. El pie derecho, así mismo, está dibujado de la manera
“segura”, pero el izquierdo aparece escorzado: vemos sus
cinco dedos como una hilera de cinco pequeños círculos.
Puede parecer exagerado detenerse en tan pequeño detalle,
pero es que éste significó nada menos que  el arte antiguo
estaba muerto y enterrado. Significa que el artista no se propuso
ya incluirlo todo, dentro de la pintura, en su aspecto más 
claramente visible, sino que tuvo en cuenta el ángulo desde
el cual veía el objeto. E inmediatamente, junto al pie, mostró
del todo su propósito. Dibujó el escudo del joven guerrero,
no en la forma que podemos representárnoslo en nuestra
imaginación, esto es, circular, sino visto de lado
y como apoyándose contra la pared.
 
La despedida del guerrero, vaso del estilo
de “figuras rojas”, firmado por Eutímides hacia el
500 a. C.
 

...BRUNELLO PASO POR AHI




Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues

de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio,

con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia

un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los

pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural,

blanqueado por la nieve.

—Rica abadía —dijo—. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones

públicas. Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté.

También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un

grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro

encuentro diciendo con gran cortesía: —Bienvenido, señor. No os asombréis

si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy

Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray

Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú —ordenó a uno del

grupo—, sube a avisar que nuestro visitante va a entrar en el recinto!

—Os lo agradezco, señor cillerero — respondió cordialmente mi maestro—, y

aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido

la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el

sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero

tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente…

—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.

—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? —dijo Guillermo volviéndose

hacia mí con expresión divertida—. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo

puede estar donde yo os he dicho. El cillerero vaciló. Miró a Guillermo,

después al sendero y, por último, preguntó: —¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?

—¡Vamos! —dijo Guillermo—. Es evidente que estáis buscando a Brunello,

el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro,

cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de

galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se

ha ido por la derecha, os digo y, en cualquier caso, apresuraos. El cillerero,

tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el

sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión.

Cuando, mordido por la curiosidad, estaba a punto de interrogar a Guillermo,

él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos

gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores,

trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos

un poco estupefactos, y se dirigieron, con paso acelerado hacia la abadía.

Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para

que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi

maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio

de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo

tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí

que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.

—Y ahora decidme —pregunté sin poderme contener—. ¿Cómo habéis

podido saber…?

—Mi querido Adso —dijo el maestro—, durante todo el viaje he estado

enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como

por medio de un gran libro.

Alain de Lille decía que

omnis mundi creatura

quasi liber et pictura

nobis est in speculum

pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través

de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más

locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo

caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y

en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que

deberías saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban

marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo,

que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos,

separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos

eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se

trataba de un caballo, y que su carrera no era desordenada como la de un

animal desbocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo

natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo.

Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado,

meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha,

aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras... Por

último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque

al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico

justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición

de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.

—Sí —dije—, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...

—No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí.

Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «ut sit exiguum

caput et siccum prope pelle ossibus adhaerente, aures breves et argutae,

oculi magni, nares patulae, erecta cervix, coma densa et cauda, ungularum

soliditate fixa rotunditas». Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese

sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han

corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que

considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas

naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si —y aquí

me dirigió una sonrisa maliciosa— se trata de un docto benedictino...

—Bueno —dije—, pero ¿por qué Brunello?

—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo

mío! —exclamó el maestro—. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta

el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre

más natural para referirse a un caballo hermoso? Así era mi maestro. No sólo

sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los

monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos.

Versión de Umberto Eco de la "fábula oriental",

El nombre de la rosa